El Espectador / Abril 18 de 2008
Por: Alfredo Molano
EL MAGDALENA MEDIO ES UNA región rica, muy rica: petróleo, carbón, oro, madera, ganado y, como si fuera poco, ahora palma africana. El cuerno de la abundancia. Y el infierno: más de 2.000 ciudadanos asesinados en los últimos años. El río Magdalena, su columna vertebral, y cientos de afluentes configuran una región llena de agua que fue también de pescado.
Al río, como vía, siguieron ferrocarriles y carreteras. Hoy el Magdalena Medio, entre Honda y Magangué, está cruzado —y crucificado— por caminos de lado a lado. La explotación petrolera implicó organización sindical y al lado, las reivindicaciones campesinas y las demandas urbanas se hicieron sentir. Las vías facilitaron la colonización de campesinos expulsados por la violencia política en otras regiones. Las compañías extranjeras fueron descubriendo minas de oro y de carbón; los hacendados, tierras planas y fértiles. Los obreros y los colonos querían vivir; las compañías mineras, las petroleras y los ganaderos, enriquecerse. El Estado, siempre de parte de los segundos, dejó a la buena de Dios a los primeros. Desde el 9 de abril, hace 60 años, en la región no cesa de correr la sangre. Los gobiernos desde entonces protegen y arman a los chulavitas, los quemados, los chamizos, los pájaros, los sicarios, los paramilitares. Numerosos altos oficiales han terminado incriminados en procesos judiciales por paramilitarismo e importando terroristas internacionales como Jair Klein para entrenar asesinos y defender a los Escobar Gaviria —tan vigentes hoy—, a los Rodríguez, a los Henao y a todo ese cartel de la sangre. Lo que no pueden a las buenas, lo hacen a las malas, pero el Magdalena Medio sigue siendo de ellos, es decir, de los poderosos intereses económicos. El sur de Bolívar está hoy en la mira de los fusiles. Se alistan otra vez las motosierras. Las compañías mineras tienen ya en sus cuentas el oro de Santa Rosa y Tiquicio; las petroleras se preparan para una segunda vuelta en pozos abandonados a propósito; los ganaderos se transforman, con todas sus mañas, armas y respaldo del Gobierno, en palmicultores. Después de la matanza sistemática y calculada entre 1998 y 2004, la gente, apoyada por ideales de paz y de justicia, levantaba la cabeza. El Gobierno mira para otro lado.